Esperit de la missatgeria

«Había comenzado el período de Siva el Restaurador. La restauración de todo lo que hemos perdido», Philip K. Dick, Valis.

domingo, 8 de mayo de 2011

Lágrimas en la cinemateca (i7) Club Silencio

Escena 7
Mulholland Drive, de David Lynch.

Tres de la noche, en el club Silencio

En Mulholland drive Lynch partió del Hitchcock de Vértigo, tanto al dividir la estructura de la película en dos secciones como al explorar en el argumento las disociaciones psicológicas y el efecto siniestro. Y como en el maestro inglés, también incluyó alguna escena con las actrices llorando, una de ellas rubia, por supuesto.
Claro que Lynch rompe con la regla cultural de que los hombres no aparezcan llorando, y en algún momento de su filmografía ha incluido ese tipo de secuencias, rasgo de singularidad del director y que vuelve a situarlo en los márgenes del discurso mayoritario. Los hombres no lloran, pero sí lo hace el hermano de Alvin Straight al descubrir que su hermano, con el que se peleó con la consecuencia de diez años sin dirigirse la palabra, ha sido capaz de recorrer más de quinientos kilómetros a lomos de una cortadora de césped para reencontrarse, en el que probablemente sea el último encuentro entre ambos.
Igualmente, no hay que olvidar a Merrick, el hombre elefante de la película con idéntico nombre; el desgraciado protagonista solloza después de que una hermosa y sofisticada actriz interpretada por Anne Bancroft le haya dicho que no ve en él a un ser monstruoso sino al Romeo shakespeareano, uno de cuyos diálogos con Julieta recitan. Aunque no se trata de mujeres, ambos ejemplos merecen ser recordados porque encarnan la mezcla de bizarría y emoción característica del cineasta, así como la anormalidad que encarna.
Con todo, y siguiendo la estela de Hitchcock, uno de los tipos de secuencias más rodados por el director es la del sollozo femenino, por ejemplo con ademanes exagerados, puro histrionismo incontenible, como la madre de Lula en Corazón salvaje, lágrimas de bruja que se arranca mechones de cabello y se revuelca por el suelo porque no ha logrado todavía que sus anhelos perversos se hagan realidad. La interna fealdad abyecta se plasma en unos gestos extravagantes.
Pero en un cineasta que tan a gusto se siente en las polaridades y los desdoblamientos, no podía faltar, frente a esa abyección o el gusto por la monstruosidad, la búsqueda de una belleza casi publicitaria por su limpidez estética, que exhibe hermosos rostros atrapados para que se vean de la mejor manera posible, como si se tratara de un anuncio para perfumes. Si Bergman era un cineasta de rostros, Lynch no le queda a la zaga. Incluso uno de sus recursos preferidos consiste en situar una cara sobre un fondo no diegético, como los de la madre de El hombre elefante o en Dune. De nuevo Hitchcock como influencia, cabe recordar la pesadilla de Vértigo.
Bergman y Hitchcock combinados. En Mulholland drive las dos protagonistas femeninas van al club Silencio. En él, todo lo que se escucha sobre el escenario resulta una grabación. Aunque el actor carnal haya desaparecido, su voz fijada en el soporte tecnológico puede extenderse para una eternidad teórica.



La Llorona de Los Ángeles canta una versión del Crying de Roy Orbison y provoca con su letra las lágrimas de las dos mujeres que lo contemplan, la amnésica Rita y la enamorada Betty.
Las lágrimas en los rostros femeninos de Lynch comienzan el proceso con una contracción de las facciones que anuncia la descarga de la tensión; luego, unas tímidas gotas cruzan el rostro, muchas veces con la cámara atendiendo a la textura de la piel, el rostro tan iluminado que se ve como se irrita la epidermis ante el paso de la lágrima, los poros abiertos, tal y como se observa por ejemplo en los rostros de Naomi Watts y de Laura Elena Harring en Mulholland drive, tal vez la expresión más conseguida en toda su filmografía del lloro femenino, sentadas en el club Silencio, donde todo es una grabación sin orquesta.
No podía ser de otra manera: llorando. La razón de los personajes interpretados por Watts y Harring todavía no comprende que habitan un purgatorio post-mortem, pero ya lo harán. De hecho, el cuerpo ya lo sabe y llora en consecuencia. La cantante cae, la canción sigue sonando (en el club Silencio todo es una grabación) y con eso los dos personajes deberían empezar a intuir que tal vez no están comprendiendo cabalmente su situación, que, de la misma manera que la canción suena pese a que la Llorona haya caído (¿muerta?), quizá ellas dos estén aún experimentando escenas de su anterior existencia, ahora que ya han abandonando la esfera de los vivos.
Aunque todavía no lo saben, son fantasmas.
De esa manera, el mismo motivo temática de la mujer que llora ejemplificado en artes plásticas diversas pone de manifiesto las diferencias sustanciales entre unas y otras, el poder de la representación frente al poder del registro del tiempo. Más que la capacidad de atrapar cuerpos en la pantalla, lo cual sólo puede afirmarse como metáfora poética, lo específico del cine consiste en poder registrar el tiempo y una acción desarrollada en él. Pocas acciones más significativas para plasmar ese tiempo que una persona llorando.
En el caso de las películas y parafraseando vieja chatarra cultural, se podría decir que los fantasmas también lloran.

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